La Segunda Guerra Mundial trajo consigo una increíble cantidad de adelantos tecnológicos, entre los que destacaron los motores
a reacción. A partir de los años sesenta, ante los altos costos y la contaminación que a futuro podría generar el excesivo
consumo de combustible de los autos, Chrysler buscó una forma alternativa de impulsión para sus coches tomando la turbina
como una opción viable.
Chrysler mandó el desarrollo del diseño a la casa Ghia de Italia, que a principio de los años sesenta envío 55 hermosos
chasises que serían la plataforma del Turbine Car. Fue presentado en mayo de 1963 como un prototipo. Sin duda la ventaja
de esta máquina fue la capacidad de ser impulsada por cualquier tipo de combustible inflamable: desde el kerosene hasta un
perfume pasando por una botella de licor.
Hubo mucha espectativa por este proyecto por parte del público, y mucha inversión de parte de Chrysler ya que si lograba el
éxito con el Turbine Car revolucionaría la industria del automóvil. Pero los problemas no se hicieron esperar. El principal
problema de las turbinas es su largo tiempo de aceleración (tiempo de reacción) respecto a los motores gasolineros o
petroleros, desventaja crítica al momento de ser manejados en ciudades de alto tráfico, que no podía ser solventada a pesar
que ya se habían invertido más de 120 millones de dólares en el proyecto.
Lamentablemente los días del Turbine estaban contados. La directiva de Chrysler ordenó la cancelación del proyecto debido al
exagerado costo de desarrollo (que haría que un Turbine Car fuera ostensiblemente más caro que cualquier otro modelo para
el público), y por la falta de tecnología suficiente que solucione el problema de la aceleración. Los coches fueron
destruidos para evitar el pago de impuestos por la importación hecha desde Italia quedándose solamente dos intactos.
Ante la alta contaminación reinante, y la búsqueda de nuevas alternativas de motorización, quién sabe si alguna marca decida
invertir tiempo y entusiasmo en un nuevo Turbine Car para nuestros tiempos.